Mi hermano gemelo Ramiro siempre
fue distinto a mi, aunque éramos iguales físicamente teníamos personalidades totalmente
distintas. Yo era el gemelo tranquilo, el educado, el que siempre obedecía a
mamá. En cambio él era todo lo contrario, era inquieto, desobediente y con mal
carácter. Se podría decir que yo era el “bueno” y él era el “malo”.
Vivíamos en Mendoza, cerca del
estadio de Godoy Cruz, por lo que nos hicimos fanáticos de ese club. Solíamos
ir a la cancha, donde mi hermano siempre generaba problemas con los hinchas
rivales antes de ingresar. Era la única actividad que hacíamos juntos, era el único
momento en el que parecíamos una verdadera familia. Íbamos con mi mamá y mi papá,
hasta el día en que él murió, después de eso dejamos de ir, ya que nos dolía
recordar esos momentos en los que el estaba vivo y pensar que ahora ya no
estaba, que no volvería.
Recuerdo que siempre que mamá
traía visitas a casa, Ramiro trataba de estropear todo, por cualquiera que sea
la razón, y sin embargo mi madre me culpaba a mí. En la calle se peleaba con
todos por cosas insignificantes o solo por diversión, y ellos también se
enojaban conmigo. Todo el tiempo yo debía asumir la culpa por sus acciones,
supuse que la gente se confundía debido a que éramos iguales, y jamás me
defendía, siempre asumía la culpa, aunque ni siquiera yo sabía bien el por qué.
Durante años fui castigado por sus
travesuras y no dije ni una palabra, pero ya no aguanté más, decidí dejar de
dar la cara por mi hermano, estaba cansado. Un día, Ramiro se peleó con un
colectivero porque este le había cobrado más caro el boleto y, obviamente, me
culpó a mí.
-¿Me acabás de insultar? -Dijo el colectivero, acusándome- Bajate del
colectivo.
-Pero yo no hice nada, fue él-Me defendí como nunca lo había hecho, acusando a
mi hermano, sabiendo que después lo podría pagar-.
-¿De quién hablás?
Ramiro lo interrumpió:
-Dejá, Rogelio, no le hagas caso, bajémonos.
Nos bajamos y caminamos hasta
casa, pero las palabras del colectivero resonaban en mi cabeza: “¿De quién
hablás?”. ¿Podía ser que el colectivero no lo haya visto? ¿Pero cómo? Si lo
tenía en frente…
Ahora todo me daba vueltas;
siempre la culpa era mía, como si nadie viera a Ramiro, pero el siempre estaba
ahí, ¿Por qué todos lo ignoraban y me culpaban a mi? Había algo raro…
Hasta que un día me di cuenta de
todo. Fue en nuestro cumpleaños, el 22 de mayo de 2006. En las calles reinaba
la alegría y la paz, todos en Mendoza estaban felices por el tan ansiado ascenso
de Godoy Cruz a primera, por primera vez en su historia. Nosotros cumplíamos 9
años, había venido solo mi familia, ya que no tenía muchos amigos. Siempre me
había costado mucho integrarme, era muy introvertido y me costaba relacionarme
con la gente, al contrario de mi hermano, él no tenía problemas para hacer
enemigos.
Yo estaba muy feliz con nuestra
torta de Godoy Cruz, con la cara de nuestro ídolo, Sebastián Torrico,
fundamental para el ascenso. Antes de que soplara las velas, Ramiro hizo de las
suyas y todos, para no perder la costumbre, me culparon a mí, pero sucedió algo
raro: Cuando les dije que yo no había sido, que había sido Ramiro, todos me
miraron con cara rara. Yo no entendía por qué, y cuando preguntaba me miraban como
si estuviera loco y hablaban bajo entre ellos. Pasaron unos largos minutos de
confusión, hasta que finalmente mi mamá me llevo a mi cuarto y me preguntó:
-Hijo, quién es Ramiro?
-Ramiro, mamá, mi hermano, ¿Quién va a ser?
-Rogelio vos no tenés hermano, sos hijo único, ¿Estás seguro que Ramiro no es
un amigo tuyo?
-No mamá, Ramiro, mi gemelo, tu hijo.
Mi mamá se quedó mirándome con
lágrimas en los ojos y luego salió de la habitación, dejándome totalmente atónito.
No volví a ver a Ramiro durante un
tiempo. En ese tiempo me llevaron varias veces a un psicólogo, aunque yo no
entendía por qué, me gustaba ir allí. Luego de muchas sesiones, el psicólogo me
dijo que Ramiro era un producto de mi imaginación, que lo había creado para que
hiciera todas las cosas que yo no me animaba a hacer.
Esto me tranquilizó, ya que pensaba que ahora que conocía la verdad sobre mi
hermano, nunca lo iba a volver a ver e iba a poder llevar una vida normal y por
fin podría hacer amigos.
Sin embargo, una tarde de octubre
de 2006, me desperté de la siesta y me llevé la horrible sorpresa de que Ramiro
estaba parado al pie de mi cama. Me dijo que lo siguiera. Algo en mi no me
permitía negarme, así que no pude evitar seguirlo. Fuimos a la cocina y vimos
que no había nada para comer, entonces me pidió que vaya con él al almacén.
Luego de tres largas cuadras llegamos y nos pusimos a recorrer las góndolas
buscando algo para comer. Yo veía como él tomaba cosas y se las guardaba en el
bolsillo, pero no dije nada, no porque no quisiera, sino porque no podía. De
repente escuché un grito, era el dueño del almacén que venia corriendo hacia
nosotros. Yo inmediatamente pensé que me acusaría a mí, y ya me estaba
preparando para pedirle disculpas, pero no, sorprendentemente, pasó corriendo
por al dado mío, tomó a Ramiro del brazo y le dijo:
-Mostrame tus bolsillos, yo se
que estuviste robándome cosas.
Yo me quede congelado, no lo podía creer, ¿como podía verlo si supuestamente no
existía? Salí corriendo del almacén sin mirar atrás.
Toda la situación daba vueltas en
mi cabeza. ¿Cómo podía ser que el dueño del almacén lo pudiera ver y los demás
no? ¿No era un producto de mi imaginación?
Me quedé dormido con estas ideas en mi cabeza.
Esa noche me desperté agitado
después de una pesadilla y me llevé la horrible sorpresa de que Ramiro estaba
parado al pie de mi cama. Me dijo que lo siguiera. Algo en mi no me permitía
negarme, así que no pude evitar seguirlo. Fuimos a la cocina, pero esta vez,
Ramiro no buscó comida, sino que tomó un cuchillo y salió por la puerta. Lo
seguí hasta el almacén y observé aterrorizado como apuñalaba al dueño por la
espalda.
Me quedé boquiabierto mientras vi
a Ramiro avanzar hacia mí con el cuchillo levantado, no entendía lo que
sucedía.
Sentía la sangre escurriéndose
bajo su cuerpo, pero no sentía dolor. Ramiro estaba en el piso y miraba a
Rogelio, sin comprender lo que acababa de suceder. Levantó la mano y observó
como se desvanecía, mientras que Rogelio sentía que una parte de él desaparecía.
Durante los años siguientes de su
vida, Rogelio tuvo muchos problemas en el barrio y, luego de cumplir 18, con la
ley. Era como si esa pizca de moral y decencia que tenía antes de esa noche se
hubieran esfumado, ahora nada lo detenía a la hora de actuar de forma
inadecuada, como si hubiera perdido su bondad.