jueves, 18 de julio de 2013

Mal Perdedor.

                Gustavo Rincon, ese era su nombre, el de mi vecino. Viva exactamente enfrente de mi casa, sobre la calle Mansilla. Estaba casado con Catalina, su novia del secundario, no tenían hijos y no estaban buscando. Era una pareja joven, 25 años.
                La casa de Gustavo era muy concurrida por casi todos los vecinos, ya sea por reuniones vecinales  o por fiestas que ellos realizaban a menudo. Gustavo era gerente general de una de las empresas de autos mas importantes de Buenos Aires en ese entonces.
                El había sido criado en la misma casa donde actualmente vivía, por sus padres. Sus padres eran italianos, tenia 3 hermanos que fueron desaparecidos durante la dictadura y los padres tuvieron que recurrir al exilio. A pesar de todo Gustavo tuvo una infancia muy linda ya que ellos hicieron los posible para que no se diera cuenta en la situación que vivía. 
               Gustavo salia mucho con Catalina, todos los meses hacían algún viaje... A pesar que eran una pareja ideal Gustavo tenia un horrible secreto que ocultaba y acá es cuando comienza mi historia... Este joven de 25 años, que parecía ser perfecto, el trabajo ideal y la mujer de su vida era solo una mascara, su realidad era otra, su secreto lo atormentaba.
               Todos los domingo, como cualquier hincha de fútbol, Gustavo emprendía su camino a el Monumental a ver a su equipo, river. Allí hacia lo que cualquier otro hincha, comer un choripan, tomarse una cerveza y charlar con otros hinchas, pero el tenia una particularidad, pertenecía a la barra brava. Ser un barra brava no tiene nada de malo, pero ser un barra brava como Gustavo si. Una persona totalmente obsesionada con su equipo, agresiva y totalmente fuera de si cuando jugaba, y cuando river perdía, ahí es es cuando realmente aparecía Gustavo Rincon. 
               Esta transformación comenzó un domingo como cualquier otro, jugaba river, fue a la cancha, y comenzó el partido. Era contra boca así que la tensión era aun mayor. Comienza el primer tiempo, toda la barra brava cantando y gritando, Gustavo bastante tranquilo hasta el momento. Luego momento culmine, gol de boca, Gustavo empezó a enfurecer mas y mas y desde su zona a lo lejos visualizo a un hincha de la barra contraria, se miraron fijo, hubo un cruce de miradas que no se rompió en todo el partido, cada gol de boca hacia que Gustavo enfureciera mas y mas. Gano boca, 4-0, el estado de Gustavo era como una bomba a punto de explotar. 
              Termino el partido, las barras se dividen pero el jamas dejo de sacarle los ojos de encima al hincha de boca. Salen, cada uno comienza su camino pero Gustavo se decide a perseguirlo, una cuadra, dos cuadras, tres, quince, hasta que lo alcanzo. Lo tomo por el brazo y sin decir palabra comenzó a golpearlo, brutalmente, sin ningún tipo de piedad. Le quito la vida. 
              Luego del terrible incidente, que los únicos que saben la verdad son el y su victima, decide regresar a la casa. Lo espera Catalina con la comida lista y una hermosa sonrisa. Gustavo vuelve como cualquier otro partido, sin ningún tipo de rastro de haber cometido un crimen. 
             Semanas siguientes river volvía a jugar, Gustavo concurrió nuevamente a la cancha, hizo lo que cualquier hincha, comer una hamburguesa, tomar una cerveza y charlar antes que comience el partido. Esta vez era contra Racing. Comienza el partido, mucha tensión. Gol de la academia. Gustavo se transforma nuevamente y vuelve a enfocar su mirada sobre un hincha contrario. Termino el partido, river perdió de nuevo. Salen todos de la cancha, la gente se dispersa pero Gustavo no perdió su objetivo. Nuevamente se decide a perseguirlo. Lo atrapa, lo golpea, lo mata. 
              Estas situaciones se repitieron reiteradas veces, siempre que river perdía había una muerte. La policía tomo la decisión de investigar el caso, lo llamaron "El Mal Perdedor", una pequeña broma interna en la comisaria. Los investigadores tomaron la decisión de concurrir al próximo partido de river, este era contra Ferro, allá en la cancha de caballito.
              Gustavo fue a la cancha sin saber que si hinchada iba a estar vigilada por mas de ochenta guardias. Llega a la cancha, realizo las mismas actividades que todos los domingos. Comenzó el partido, pasaron unos 25 minutos del primer tiempo y se ve a lo lejos a el "toro" acuña tirando un centro, gol de Ferro. Gustavo realiza la misma acción que siempre, ningún guardia lo ve. Termina el partido, river había recibió una goleada de ferro, 6-1, la ira de Gustavo era inmensa. Salen y comienza a perseguir a su próxima victima por la calle Avellaneda. Los policías que estaban custodiando todo vieron un movimiento sospechoso con respecto a Gustavo, así que también comenzaron a seguirlo. Luego de seguir unas cuadras por la Avenida Avellaneda, el joven, próxima victima, doblo por la calle Espinosa, Gustavo también, la policía, también. Así siguió el recorrido aproximadamente doce cuadras, Gustavo lo alcanzo. La policía quedo detrás de la esquina observando la situación. Comenzó la agresión y nadie hacia nada. Gustavo cometió su crimen y en el momento que la policía iba a actuar, logra escapar. 
              Nadie podía creer como el asesino de la cancha puedo escapar frente a la policía. Todos estaban indignados, pero luego de este ultimo crimen Gustavo no volvió a aparecer por la cancha, ¿Porque?, en el momento en el cual estaba cometiendo su crimen, su victima lo reconoció y lo ultimo que hizo antes de recibir el golpe mortal, fue gritar GUSTAVO RINCÓN. Esto a Gustavo lo paralizo y tomo la decisión de no volver a pisar una cancha por miedo a volver a repetir su conducta. 
             Meses después venia un partido decisivo, river corría el riesgo de irse a la B, Gustavo no podía faltar, así que fue después de mucho tiempo de no haber pisado una cancha. river descendió. Todo indicaba que nuevamente se iba a cometer el crimen pero no sucedió. Gustavo no volvió a la casa. Catalina desesperada llamando a la policía, hospitales, morgues. Su marido no estaba. Tres semanas después Gustavo fue encontrado en un descampado, ahorcado, con una carta que decía: "Tome esta decisión porque no soporto la culpa. river, mi pasión  me llevo a cometer los peores crímenes y hacerme convertir en una persona que no soy. Catalina te amo, perdóname por mostrarme como alguien que no soy.". 

sábado, 13 de julio de 2013

Más allá del espejo

 Esa tarde, como todas las demás, Leila se encontraba en aquel banco que pasaba desapercibido al fondo de la clase. Era una joven de apenas dieciocho años, de pocas palabras, solitaria, no salía demasiado y era un tanto tímida. Desde que entró a la secundaria, las únicas amistades que había logrado conservar eran Natacha y Mara, ya que durante esos cinco años había sido dejada de lado y burlada por sus compañeros por su forma de ser. 
 Con Natacha y Mara pasaba la mayor parte de su tiempo, ellas siempre intentaban ayudarla, la defendían e incentivaban a integrarse al grupo, a superar su timidez y hacer nuevas amistades.
 El curso se encontraba dividido en varios grupos. Uno de ellos era el de los “populares”, el más conocido por todo el colegio, el cual se burlaba de quienes quería sin importar los sentimientos de las personas. El líder de este grupo era Félix, un chico presumido, rebelde, extrovertido, fanfarrón y principalmente mujeriego. Él era el mayor victimario de Leila, ya que desde que había entrado a la secundaria no hacía más que molestarla y burlarla.
 Se acercaba el cumpleaños de Natacha, el cual venía preparando hacía mucho tiempo. Tenía pensado hacer una gran fiesta en su casa por sus dieciocho años. Una semana antes invitó a todos sus compañeros del curso, y les dijo que podían invitar a los amigos que quisieran. A quien le costó convencer de que fuese a la fiesta fue a Leila, pero terminó lográndolo.
 Era sábado por la tarde, y las tres se empezaban a preparar para la fiesta en la habitación de Natacha. Se hicieron las diez de la noche, y comenzaron a llegar los invitados mientras las chicas terminaban de preparar todo. Cuando por fin ya estaba todo listo, la fiesta comenzaba, Leila estaba nerviosa e incómoda dentro de aquel ambiente que no le pertenecía, no estaba acostumbrada a tanto descontrol. Sus amigas notaron su comportamiento e intentaron integrarla con los demás. La llevaron a la cocina, donde se encontraban los amigos del instituto de inglés de Natacha. Estuvieron un rato largo hablando con ellos y bebiendo algunos tragos, hasta que en un momento Natacha y Mara se fueron con dos chicos y Leila quedó sola con los demás. Habló con algunas chicas por un rato y compartió algunos tragos más. Pero fue en ese momento cuando Félix entró a la cocina, y Leila aunque estaba un poco mareada logró reconocerlo. Venía hacia ella. Él le dijo algo, pero ella no lo escuchó por la música fuerte, sin embargo se dio cuenta que estaba borracho. Él comenzó a hablarle con mucha confianza, amigablemente. Ella al principio se sintió rara en aquella situación, ya que estaba frente a ese chico que tanto la había hecho sufrir, pero en el fondo, lo deseaba. Luego de un rato, y con el efecto del alcohol logró soltarse un poco más. Él le invitó un trago y sin que ella se diera cuenta, le agregó una pastilla alucinógena. Mientras bailaban ella lo tomó y su efecto fue inmediato. De pronto empezó a sentir un cosquilleo por todo el cuerpo, y su mareo era cada vez mayor.
 Era domingo. Despertó. La resaca se apoderó de ella. Hasta el más mínimo ruido parecía un estruendo. Miró a su alrededor, nada le parecía familiar. La cama, la habitación, nada. Al único que reconoció fue a Félix, acostado a su lado. En la desesperación de no entender nada se levantó y rápidamente corrió al baño. Entró y cerró la puerta con llave. Se miró al espejo. Las preguntas la invadían. Confusión. Fue en ese momento cuando notó que ya no era su figura la que se reflejaba en aquel cristal redondo. Era ella, pero no. Creyó que se había vuelto loca. Del otro lado del espejo su doble ya no respondía a sus movimientos. Leila se impactó, no sabía qué era lo que sucedía. La Otra le habló y le preguntó por qué había tenido esa reacción, haberse escapado así de Félix. Leila, no entendía que era lo que sucedía, tampoco tenía respuesta a eso, ella no sabía cómo había llegado allí. Al ver su reacción, la Otra le contó lo ocurrido la noche anterior y le dijo que debía estar feliz por eso, había vencido su timidez, y se encontraba al lado de aquel chico, que a pesar de todo, deseaba hacía años. Leila comenzó a recordar algunas cosas, pero no estaba de acuerdo con Ella, al contrario, aquella situación la aterrorizaba cada vez más. Fueron apenas minutos, que para Leila fueron eternos. La discusión entre ellas aumentaba, ya no eran solo comentarios, eran gritos. En medio de todo ese estallido Leila se dio cuenta de que era una estúpida discusión con ella misma y fue tan solo un impulso, sin pensarlo, agarró lo primero que encontró y lo arrojó contra el espejo. Fue tal vez la peor decisión que podría haber tomado. Algo inesperado ocurrió. Una sensación de escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Ya no era ella, sino la Otra.
 Salió del Baño, y allí estaba Félix, sentado en la cama, esperándola. Ella se acercó. Ambos se miraron, ninguno comprendía con certeza qué había ocurrido allí. Primero habló él, le preguntó si se sentía bien. Ella le dijo que sí, pero un poco confundida. Hablaron de la fiesta, de lo que se acordaban, que no era mucho. La confianza era cada vez mayor, como si fuesen amigos de toda la vida. También recordaron anécdotas del colegio, él le pidió perdón por haberse burlado tanto tiempo de ella, se sentía arrepentido, sentía que comenzaba a conocerla. Le ofreció tomar café para acompañar la charla, ella aceptó. Así pasaron toda la tarde, y cuando quisieron darse cuenta, la noche asomaba. Félix no quiso dejarla ir porque ya era tarde, así que la invito a quedarse, ella aceptó. Pasaron esa noche juntos, pudieron hablar más y conocerse mejor.


 Era domingo. Despertó. La resaca se apoderó de ella. Hasta el más mínimo ruido parecía un estruendo. Miró a su alrededor, nada le parecía familiar. La cama, la habitación, nada. Al único que reconoció fue a Félix, acostado a su lado. En la desesperación de no entender nada se levantó y rápidamente corrió al baño. Entró y cerró la puerta con llave. Se miró al espejo. Las preguntas la invadían. Confusión. Fue en ese momento cuando notó que ya no era su figura la que se reflejaba en aquel cristal redondo. Era ella, Leila, y la que se encontraba esta vez fuera era la Otra. Leila la miró desafiante, e intentó hacerla entender que debía dejarla volver, pero terminaron en una gran discusión, la que otra vez finalizó con el espejo roto.
Volvió a suceder, el cuerpo sintió un terrible escalofrío, y Leila estaba de nuevo allí, como antes.
 Salió del baño, y allí estaba sentado al borde de la cama, nuevamente, Félix. Desesperada y sin saber qué hacer inventó una excusa para irse. Lo saludó nerviosa y se marchó.
 Félix la llamó esa tarde, quería que fuera a su casa para hablar. Ella, aceptó, y antes del atardecer se encontraba en la puerta. Félix la besó como gesto de saludo, por lo que ella se sonrojó, y quedo paralizada un momento, él lo notó y le dijo que pasara.
 Estuvieron hablando un buen rato, él le dijo que la había notado un tanto extraña, pero que la había pasado bien con ella. Ella se quedó callada y no supo qué contestarle. La intriga aumentaba, Leila quería saber qué había hecho la Otra para que Félix la tratara así. La notó tensa, muy nerviosa e incómoda, le propuso volver a quedarse esa noche para hablar. Pero ella optó por irse.
 Al día siguiente, Leila llegó tarde a clase. Cuando entró, fijó la vista en Félix, allí estaba, tan deseable, y burlón como siempre, él apenas le echó una mirada. Ella se sentó en el mismo banco de siempre, al fondo. Así transcurrió todo el día y nada, él no le dirigió la palabra, tal como ella esperaba.
 Apenas tocó el timbre de salida Leila corrió al baño. Allí, se vio al espejo y se mojó la cara, quería tranquilizarse un poco, ya no sabía ni lo que ella misma quería. Levantó la cara, y allí estaba, otra vez Ella.
 Comenzó a hablar, Leila ya no la quería escuchar, tan solo necesitaba estar sola. La Otra le decía que se atreviera a hablarle a Félix en frente de sus amigos, que si ella estuviera en su lugar podría, y que era mucho mejor que ella. Leila se desesperó, no aguantó más. Tomó su zapato y lo arrojó contra el espejo. Eran pequeños cristales desparramados por todo el baño. Pero esta vez fue diferente. Sintió una gran presión sobre su pecho, un dolor profundo. Aquel líquido rojo corría por todo su cuerpo, sus manos rojas intentando frenar la herida. Un cristal atravesaba su pecho, intentó quitarlo, pero no hubo caso. Era demasiado tarde. Se miró por última vez en aquel espejo, ésta vez era su reflejo.

Gemelos



Mi hermano gemelo Ramiro siempre fue distinto a mi, aunque éramos iguales físicamente teníamos personalidades totalmente distintas. Yo era el gemelo tranquilo, el educado, el que siempre obedecía a mamá. En cambio él era todo lo contrario, era inquieto, desobediente y con mal carácter. Se podría decir que yo era el “bueno” y él era el “malo”.
Vivíamos en Mendoza, cerca del estadio de Godoy Cruz, por lo que nos hicimos fanáticos de ese club. Solíamos ir a la cancha, donde mi hermano siempre generaba problemas con los hinchas rivales antes de ingresar. Era la única actividad que hacíamos juntos, era el único momento en el que parecíamos una verdadera familia. Íbamos con mi mamá y mi papá, hasta el día en que él murió, después de eso dejamos de ir, ya que nos dolía recordar esos momentos en los que el estaba vivo y pensar que ahora ya no estaba, que no volvería.

Recuerdo que siempre que mamá traía visitas a casa, Ramiro trataba de estropear todo, por cualquiera que sea la razón, y sin embargo mi madre me culpaba a mí. En la calle se peleaba con todos por cosas insignificantes o solo por diversión, y ellos también se enojaban conmigo. Todo el tiempo yo debía asumir la culpa por sus acciones, supuse que la gente se confundía debido a que éramos iguales, y jamás me defendía, siempre asumía la culpa, aunque ni siquiera yo sabía bien el por qué.

Durante años fui castigado por sus travesuras y no dije ni una palabra, pero ya no aguanté más, decidí dejar de dar la cara por mi hermano, estaba cansado. Un día, Ramiro se peleó con un colectivero porque este le había cobrado más caro el boleto y, obviamente, me culpó a mí.
-¿Me acabás de insultar? -Dijo el colectivero, acusándome- Bajate del colectivo.
-Pero yo no hice nada, fue él-Me defendí como nunca lo había hecho, acusando a mi hermano, sabiendo que después lo podría pagar-.
-¿De quién hablás?
Ramiro lo interrumpió:
-Dejá, Rogelio, no le hagas caso, bajémonos.
Nos bajamos y caminamos hasta casa, pero las palabras del colectivero resonaban en mi cabeza: “¿De quién hablás?”. ¿Podía ser que el colectivero no lo haya visto? ¿Pero cómo? Si lo tenía en frente…
Ahora todo me daba vueltas; siempre la culpa era mía, como si nadie viera a Ramiro, pero el siempre estaba ahí, ¿Por qué todos lo ignoraban y me culpaban a mi? Había algo raro…

Hasta que un día me di cuenta de todo. Fue en nuestro cumpleaños, el 22 de mayo de 2006. En las calles reinaba la alegría y la paz, todos en Mendoza estaban felices por el tan ansiado ascenso de Godoy Cruz a primera, por primera vez en su historia. Nosotros cumplíamos 9 años, había venido solo mi familia, ya que no tenía muchos amigos. Siempre me había costado mucho integrarme, era muy introvertido y me costaba relacionarme con la gente, al contrario de mi hermano, él no tenía problemas para hacer enemigos.
Yo estaba muy feliz con nuestra torta de Godoy Cruz, con la cara de nuestro ídolo, Sebastián Torrico, fundamental para el ascenso. Antes de que soplara las velas, Ramiro hizo de las suyas y todos, para no perder la costumbre, me culparon a mí, pero sucedió algo raro: Cuando les dije que yo no había sido, que había sido Ramiro, todos me miraron con cara rara. Yo no entendía por qué, y cuando preguntaba me miraban como si estuviera loco y hablaban bajo entre ellos. Pasaron unos largos minutos de confusión, hasta que finalmente mi mamá me llevo a mi cuarto y me preguntó:
-Hijo, quién es Ramiro?
-Ramiro, mamá, mi hermano, ¿Quién va a ser?
-Rogelio vos no tenés hermano, sos hijo único, ¿Estás seguro que Ramiro no es un amigo tuyo?
-No mamá, Ramiro, mi gemelo, tu hijo.
Mi mamá se quedó mirándome con lágrimas en los ojos y luego salió de la habitación, dejándome totalmente atónito.

No volví a ver a Ramiro durante un tiempo. En ese tiempo me llevaron varias veces a un psicólogo, aunque yo no entendía por qué, me gustaba ir allí. Luego de muchas sesiones, el psicólogo me dijo que Ramiro era un producto de mi imaginación, que lo había creado para que hiciera todas las cosas que yo no me animaba a hacer.
Esto me tranquilizó, ya que pensaba que ahora que conocía la verdad sobre mi hermano, nunca lo iba a volver a ver e iba a poder llevar una vida normal y por fin podría hacer amigos.

Sin embargo, una tarde de octubre de 2006, me desperté de la siesta y me llevé la horrible sorpresa de que Ramiro estaba parado al pie de mi cama. Me dijo que lo siguiera. Algo en mi no me permitía negarme, así que no pude evitar seguirlo. Fuimos a la cocina y vimos que no había nada para comer, entonces me pidió que vaya con él al almacén. Luego de tres largas cuadras llegamos y nos pusimos a recorrer las góndolas buscando algo para comer. Yo veía como él tomaba cosas y se las guardaba en el bolsillo, pero no dije nada, no porque no quisiera, sino porque no podía. De repente escuché un grito, era el dueño del almacén que venia corriendo hacia nosotros. Yo inmediatamente pensé que me acusaría a mí, y ya me estaba preparando para pedirle disculpas, pero no, sorprendentemente, pasó corriendo por al dado mío, tomó a Ramiro del brazo y le dijo:
-Mostrame tus bolsillos, yo se que estuviste robándome cosas.
Yo me quede congelado, no lo podía creer, ¿como podía verlo si supuestamente no existía? Salí corriendo del almacén sin mirar atrás.

Toda la situación daba vueltas en mi cabeza. ¿Cómo podía ser que el dueño del almacén lo pudiera ver y los demás no? ¿No era un producto de mi imaginación?
Me quedé dormido con estas ideas en mi cabeza.
Esa noche me desperté agitado después de una pesadilla y me llevé la horrible sorpresa de que Ramiro estaba parado al pie de mi cama. Me dijo que lo siguiera. Algo en mi no me permitía negarme, así que no pude evitar seguirlo. Fuimos a la cocina, pero esta vez, Ramiro no buscó comida, sino que tomó un cuchillo y salió por la puerta. Lo seguí hasta el almacén y observé aterrorizado como apuñalaba al dueño por la espalda.
Me quedé boquiabierto mientras vi a Ramiro avanzar hacia mí con el cuchillo levantado, no entendía lo que sucedía.

Sentía la sangre escurriéndose bajo su cuerpo, pero no sentía dolor. Ramiro estaba en el piso y miraba a Rogelio, sin comprender lo que acababa de suceder. Levantó la mano y observó como se desvanecía, mientras que Rogelio sentía que una parte de él desaparecía.

Durante los años siguientes de su vida, Rogelio tuvo muchos problemas en el barrio y, luego de cumplir 18, con la ley. Era como si esa pizca de moral y decencia que tenía antes de esa noche se hubieran esfumado, ahora nada lo detenía a la hora de actuar de forma inadecuada, como si hubiera perdido su bondad.

viernes, 12 de julio de 2013

En la oscuridad

Fue en 1925. Tenía 22 años. Era domingo, el segundo día del fin de semana. No había nada  para hacer así que me contacté con mis tres mejores amigos, de los cuales dos eran gemelos, para ir a la feria que se había instalado en  la ciudad. Vivíamos todos en Évora. En la localidad de Cidadescura. No era normal que pasaran cosas que llamaran la atención y la llegada de la feria a la ciudad era algo novedoso. Los cuatro nos encontramos ya en el lugar, para no perdernos. Entramos y vimos una gran cantidad de cosas muy llamativas. Vendían mascotas, adornos de metal para el hogar, platos, vasijas, joyas, collares, anillos. No había dos puestos en los que se vendiera lo mismo. Cuando dieron las cuatro, encontramos un puesto donde había una vieja arrugada, con una nariz ancha y grande con un lunar horrible, labios finos, pelo castaño casi negro. Llevaba puesta una túnica azul marino y un pañuelo rojo con lunares blancos en la cabeza. Tenía la vista perdida. Nos quedamos mirándola un instante, pero como no reaccionó de ninguna manera frente a nuestras miradas decidimos irnos. Apenas me di vuelta, la señora gritó algo en un idioma desconocido para nosotros. Todos volvimos la mirada hacia ella que seguía gritando hasta que nos acercamos a su puesto. Fue entonces cuando se quedó callada unos segundos al ver nuestra cara de perplejidad e intentó hablar en nuestro idioma. Tuvimos que pedirle que repitiera lo que decía varias veces hasta que por fin entendimos que nos estaba ofreciendo pintarnos un cuadro de los cuatro. No encontrábamos razón alguna para negarnos así que accedimos. La mujer terminó el cuadro a eso de las ocho, me preguntó mi nombre y cuando se lo dije agregó al pie del cuadro una frase: “Para Berdel Somaôs y amigos”. Había oscurecido y casi todos los puestos estaban cerrando y guardando sus cosas para irse de la ciudad el lunes. Antes de irnos, vi que había algo escrito en el puesto de la señora del cuadro y le pregunté qué decía. Ella respondió que decía “Rumaní, la gitana, artes y demás”. Fue raro fue mirar la cara de la creadora de nuestro cuadro, se quedó mirándome con un aspecto sombrío, con una sonrisa leve y los ojos abiertos, como riéndose de mí. Ya fuera de la feria, jugamos un “piedra, papel, o tijera” para ver quién se quedaba con la pintura y terminé ganando yo. Llegué a casa luego de ese largo día, colgué el cuadro al lado de la cama y me acosté.
Desperté agitado al día siguiente, a las 8. Miré el cuadro,  ahí estábamos nosotros, los 4 amigos que se conocían desde la infancia. Salí de la cama y fui a lavarme la cara y los dientes  para luego ir al trabajo. En el camino me crucé a uno de mis amigos que estaba en el cuadro y lo noté medio cansado. Dijo que no había podido dormir bien y no sabía por qué. Me pareció bastante raro. Pero dejamos la conversación ahí porque estaba llegando tarde a trabajo. Ese día llegué tarde a casa así que llegué y me fui directo a la cama.
Me desperté cansado a las 8 del martes. Miré el cuadro, ahí estábamos nosotros, los 4 amigos que se conocían desde la infancia. Todos sonriendo, felices, pero había algo que no cuadraba en esa imagen. No conseguía distinguir qué era, pero sabía que algo no estaba como el día anterior. No le di mucha importancia, salí de la cama y fui a lavarme la cara y los dientes para luego ir al trabajo. En el camino me crucé nuevamente con mi amigo. Me dijo que esta vez había dormido menos que el día anterior. En el trabajo sentía que todos me miraban y al final del día uno solo fue el que se atrevió a acercarse y decirme que tenía la camisa manchada. Llegué a casa temprano. La mancha era sólo café. Intenté lavarla pero no salía así que la tiré toda mojada a un lado de la cama, cené y me fui a dormir.
Miércoles a las 8. Desperté adolorido. Miré el cuadro, ahí estábamos nosotros. Los cuatro amigos que se conocían desde la infancia… No. Sólo habían 3, el lugar que ocupaba el que faltaba ahora estaba ocupado por los otros 3. Era como si él no hubiese estado nunca el día que pintaron el cuadro. Y no sólo eso, había algo más en el cuadro que no era normal, pero no lograba encontrar qué. Salí de la cama, me lavé la cara y los dientes para luego ir a trabajar. Antes de salir de casa levanté la camisa que había dejado en el piso pero ya no era una mancha de café la que tenía en la espalda: La camisa tenía una macha roja en lugar de café y también tenía unas cuantas gotas rojizas en la manga. En el camino no me encontré a mi amigo. Pensé que quizás había ido a su trabajo por algún otro camino, Cidadescura era grande. De todas formas, salí temprano del trabajo porque quería contarle lo sucedido. Llegué a su casa y cuando toqué la puerta me atendió no él, sino otro amigo, uno de los gemelos. Le pregunté qué hacía ahí y dónde estaba el otro pero me miro con extrañeza y me dijo que él siempre había vivido ahí con su mujer. Eso me pareció muy raro ya que él siempre había sido soltero. Cuando salió la mujer a ver quién había tocado la puerta me encontré cara a cara con la mujer de mi amigo desaparecido. Me llevé tal impacto que me fui de allí y me dirigí a la casa de los padres del pobre hombre que nadie recordaba pero recibí una sorpresa cuando los padres tampoco se acordaban de él.  Estuve por toda Évora intentando encontrar a mi amigo pero finalmente me rendí y me fui a casa.
Jueves a las 8 de la mañana. Desperté, miré el cuadro, ahí ya no estábamos nosotros. Estaba sólo yo. Prácticamente salté de la cama para mirar de cerca el cuadro. Algo tenía yo. Fue todo lo que pude comprender porque yo era el único que estaba ahí. Además, mi camisa manchada increíblemente estaba también dentro del cuadro. Perfectamente pintada, con las manchas rojas. En vez de ir al trabajo fui a averiguar a dónde se había ido la feria en la semana y dos mendigos me dijeron que se habían ido a Madrid. Compré un pasaje en tren a España, hice dos maletas, guardé el cuadro y partí. Llegué en menos de 8 horas. Según los mendigos la feria estaba en Sevilla así que tuve unos días de viaje.
Encontré la feria el sábado, seis días después del comienzo de todo. Busqué por todos lados a la gitana hasta que la encontré. Fui directamente y la llené de preguntas hasta que me dijo que me calmara. Me sorprendió cómo aprendió mi idioma en una semana y le pregunté cómo lo había hecho. Ella me respondió que se llamaba Calé. Era la gemela de Rumaní y ahora ella estaba en Ucrania. Le conté lo sucedido. Según Calé, su hermana siempre estuvo loca, que disfruta su vida haciendo desgraciadas a las personas. No sabía qué le había hecho Rumaní a mi cuadro así que me dio la dirección de su casa para que la buscara.
Buscarla fue toda una odisea. Estuve cuatro semanas viajando por Europa. Conocí varias ciudades importantes hasta que por fin llegué a Kiev, capital de Ucrania. Fui hasta la casa de la gitana.  Allí estaba, en la puerta. Al verme, me sonrió, abrió la puerta e hizo una seña para que entrara. Estuvimos hablando poco tiempo. Resultó ser que ella sólo hizo una especie de ritual gitano para que la gente se olvidara de los pintados a medida que pasara el tiempo, y luego desaparecerá su familia. Sólo se salvaba el dueño del cuadro, o sea, yo. No tenía respuesta al por qué mis amigos desaparecían así que hice nuevamente un viaje de cuatro meses para volver a Évora. Llegué a casa luego de 2 meses de estar afuera, y noté un olor peculiar. Parecía olor a podrido. Busqué por todos lados y encontré en el baño un par de baldosas sueltas y al lado una pala. Supuse que de ahí venía el olor porque era el lugar donde se notaba más fuerte. Saqué las baldosas y comencé a excavar. Estuve 80 minutos tratando de encontrar qué era lo que emanaba ese horrible olor. Finalmente, noté con la pala algo duro bajo la tierra. Continué excavando y encontré los tres cuerpos de mis mejores amigos. Los tres muertos, con la misma ropa que tenían en el cuadro. Había una nota que decía “Sólo un Berdel Somaôs”. Fue extraño, me dio escalofríos, no lograba entender por qué decía “Sólo un” antes de mi nombre en la nota. Llevé los cuerpos hasta mi jardín y allí los enterré. Luego, colgué el cuadro al lado de mi cama, lo estuve mirando un rato antes de dormir, pero no notaba qué le faltaba. Lo único que pude distinguir fue mi figura más iluminada. Al final, decidí dormirme.

Esta vez no desperté a las 8. Sino a mitad de la noche, sentía una pequeña brisa proveniente de la ventana, lo que era raro porque la había cerrado antes acostarme. Escuchaba pasos cerca de las paredes. Todo estaba oscuro. No podía ver quién estaba allí, acercándose. Sentí algo cerca de mío, muy cerca de mí. No lo distinguí hasta recién tenerlo frente a mi cara. No era una persona. Era una figura oscura. Una punta filosa comenzó a cortarme el pecho. Entonces lo entendí todo. Miré la ventana, estaba rota por la mitad y sus pedazos habían caído al suelo. Miré del otro lado, el cuadro, estaba yo parado, ya no estaba sonriendo, ahora estaba sangrando en el pecho y todavía le faltaba algo. Pese a toda la iluminación, mi figura no tenía sombra.  Poco a poco el vidrio iba incrustándose más y más dentro de mi pecho hasta que lo retiró y me tocó la herida con su mano oscura, hasta llegar al corazón. Poco a poco se fue apagando todo, a la vez que él absorbía mi imagen. Lo único que pude hacer en el momento fue mirarme la mano, ya no estaba, ahora era una figura oscura, que desaparecía frente a la poca luz que entraba de la calle. Comprendí que era demasiado tarde para hacer cualquier cosa y dejé transformarme en una sombra. Pensé que iba a saludar a la muerta como una vieja amiga, pero, lejos de eso, terminé atrás de una figura igual a la mía, mirando desde un marco cómo me acostaba en mi cama, para dormir y despertar a las 8, para mirar el cuadro, levantarme, lavarme la cara, los dientes y luego ir al trabajo.

El Principio del Fin

Me desperté, miré el reloj y las agujas marcaban las once. Me sorprendí, era más temprano de lo habitual. Estaba bajando las escaleras como todos los días, se escuchaba la misma canción de siempre, decía: “La era esta pariendo un corazón, no puede más se muere de dolor, hay que quemar el cielo si es preciso” pero nunca terminaba de comprender su significado. En ese momento irrumpió una voz, era mi padrastro desde su cuarto y noté que estaba discutiendo con mi madre, me acerqué a la puerta rápidamente y solo llegue a escucharlo decir “No te arriesgues tanto porque te vas a arrepentir”. Desconcertado, tomé mis cosas para el colegio y partí hacia allá, las calles estaban casi deshabitadas a diferencia de todos los días, de todas formas nunca había salido tan temprano. Llegué a la escuela, me puse a hablar con mi mejor amiga y le quise contar todo lo que había pasado pero no pude. Las horas pasaron y era momento de volver a casa, necesitaba saber que había ocurrido. Cuando estaba a punto de salir del colegio uno de mis profesores, que jamás había visto, se me acercó y me dijo que podía contar con él por si buscaba hablar con alguien y se fue. Me pareció raro porque era como si me leyera la mente y supiera que necesitaba descargarme con alguien para sacarme la duda que tenía.
Eran las seis y media, de noche algo normal en esta época y otra vez lo mismo que al mediodía, había poca gente en la calle pero no me quedé pensando ya que lo único que quería era sacarme las dudas. Llegué a mi casa y noté que la puerta estaba abierta. Entre rápidamente y encontré todo destruido como si la casa estuviera dada vuelta, la pequeña biblioteca destruida incluyendo el libro de Rodolfo Walsh que a mi mamá le gustaba mucho, el cuadro de León Ferrari partido en treinta mil pedazos, busque a mi madre pero no la encontré, lo mismo pasó con mi padrastro. Sentía muchas cosas en ese momento, estaba asustado, dolido, con muchas preguntas pero con ninguna respuesta, fue como si el cielo se los hubiera llevado.
        Más tarde dos policías llegaron a mi casa, ya los conocía, solían patrullar por esta zona. Uno de ellos me dijo de forma violenta que debía salir de la casa sin hacer preguntas y acompañarlo a la comisaría. El otro, en cambio, me dijo amablemente que era conveniente que los acompañe para tratar algunos temas. Eso me confundió un poco, pero pensé que podían darme respuestas, así que fui con ellos. Fue allí que me comunicaron que tenían posibles pruebas de que mi padrastro había asesinado a mi madre y que ya lo estaban buscando para investigarlo. Pero se había marchado de la ciudad. Tal vez eso hubiera contestado mi pregunta anterior, pero había algo que no me cerraba del todo. No entendía porque mi padrastro haría algo como eso, la duda me estaba matando y la policía no me dio más respuestas. Por eso tomé una decisión, empezar a investigar por mi propia cuenta.
Al día siguiente fui con la abuela a la costanera a tirar las cenizas de mi madre, curiosamente ningún pariente se acercó. Fue un momento muy triste, ambos lloramos y nos despedimos con un gran recuerdo de ella.
Debí quedarme en lo de mi abuela, era el mejor lugar para esta situación. Comencé con mi investigación la mañana siguiente haciéndole algunas preguntas a la abuela, a las cuales solo contestaba: “ella se lo buscó”. Parecía como si nunca hubiera compartido algo con ella, pero lo más curioso fue que ese mismo día, a la noche con cuidado de que no la vea, se puso a escuchar la misma canción que mi madre todas las mañanas. Eso me generó más confusión, era como tener dos abuelas una de día y otra de noche.
 Esperé hasta el domingo para ir a misa y poder hablar con el padre. Mi madre era mucho de ir a confesarse a la iglesia, así que antes de que empezara la ceremonia religiosa pasé al confesionario y le conté todo lo que me había pasado. Era tal vez la persona en la que más podía confiar, sacando a mi amiga y a mi abuela, aunque mi madre me había dicho que en estos tiempos no se puede confiar en nadie. Las palabras del cura no me tranquilizaron, sabía lo mismo que los policías pero algo en su tono estaba distinto, no parecía él.
En el camino de regreso me puse a pensar, ya no sabía en quien confiar ni que creer. Por un momento pensé en mi amiga, pero ella no iba a poder hacer más que acompañarme, y en el profesor que se había mostrado amable, pero este no me inspiraba confianza.
Al día siguiente, fui al colegio, me reencontré con mi amiga que se mostró muy preocupada por mí y le conté lo que me había sucedido. El resto de la jornada escolar fue tranquila, se ausentaron dos profesores y salimos temprano. Una vez afuera decidí dar un paseo por la costanera porque era un lugar muy especial, para sentirme más cerca y recordar algunos momentos junto a ella. De pronto en el cielo, logré ver un hermoso arcoíris y escuché detrás de mí la voz de mi madre. Me di vuelta y estaba ahí, llamándome, no pude evitar llorar, ella tampoco. Fui corriendo a abrazarla, me dijo que me amaba y que me quede tranquilo, que se encontraba bien. No tenía que decirle nada a nadie, ella no podía aparecer en ninguna parte. Me explicó que debía ser paciente y que iba a volver a verla. Yo temblando, mudo, asentí con la cabeza. Después de eso, dimos no más de cinco pasos y devuelta algo en el cielo. Pero era una figura más oscura, comenzó a soplar un viento muy fuerte. Miré hacia arriba un segundo y cuando volví la mirada a donde estaba mi madre ya no estaba más. Me puse triste porque se había ido pero también feliz ya que la volvería a ver y podría sacarme todas esas preguntas que tenía en mi cabeza.
No podía aguantar mis ganas de volver a verla, así que todos los días la esperaba en el mismo lugar donde nos habíamos encontrado. Empecé a fugarme del colegio, no pasaba por la iglesia, prácticamente ya no veía a mi amiga, pero mi madre no volvió a aparecer. Días más tarde estaba en mi casa a punto de partir hacia la costanera, cuando alguien golpeó la puerta. Era mi amiga que quería hablar conmigo así que le dije que no tenía tiempo. Ella insistió en que necesitábamos hablar, entonces le dije que me esperara en la casa hasta que volviera. Ella aceptó desilusionada.
       Mi suerte cambió, volví a encontrarme con mi madre en el lugar de siempre. Le pregunté acerca de lo que había pasado ese día donde todo dejó de ser lo que era, pero ella no quería hablar del tema, sentí como si tampoco supiera lo que pasó ese día. No me importaba, estaba feliz por tener a mi madre otra vez y seguramente más adelante lo entendería. Luego de un rato, ella desapareció como la vez anterior y tuve que emprender la vuelta. Eran las seis y media, de noche las calles estaban vacías algo que se iba haciendo habitual en esta época, pero yo no podía dejar de pensar en mi amiga que estaba esperándome. Cuando llegué a mi casa, noté que la puerta estaba abierta, entré rápidamente y todo estaba destruido como si hubieran dado vuelta la casa, busqué a mi abuela y no la encontré y lo mismo pasó con mi amiga. Igual que la vez anterior, pero ahora entendía el mensaje así que, lo único que hice fue salir de la casa corriendo lo más rápido posible.

      Nadie, nunca más, volvió a ver al chico, algunos dicen que murió, otros dicen que sigue hablando solo en la costanera como era su costumbre pero yo creo que mi mejor amigo salió a quemar el cielo para encontrar sus respuestas aunque esa, es otra historia.

jueves, 11 de julio de 2013

Cliché

Se estaba haciendo tarde. Y ella cansada. Pero no se quejaba. Rodeada de gente agradable, los rostros se confundían con la luz palpitante. La música marchaba en sus oídos y una bella sensación la mantenía en vilo. Cosquilleo en el vientre, navegaba por alta mar. Reía alelada, primorosa, acicalando la conversación con aires de coqueteo. Siempre con esos matices imitados de gracia y amor. Sintió una perturbación en su cadera, teléfono llamando otra vez. Era él, pero no iba a responder. Esa noche acabó prematuramente. Avergonzada, ella rechazó cualquier intento de aproximación, en la oscuridad no se notaron sus ojos lúgubres.  
Y al llegar a la entrada de su edificio, esta vez sin compañía, echó una mirada fugaz cruzando la calle para comprobar que seguía allí, observándola a través de las rejas e iluminada como una visión. Para constatar que no se fue, que no la había abandonado.
Una mañana perdida en sueños, un despertar con boca seca y sin ansias. La tarde soleada la invitaba al footing palermitano, a la oxigenación dominical. Pero fue empujada a permanecer en su sillón, agobiada, acecinada. El teléfono volvió a acosarla. Lo ignoró. Hacía días que él no sabía nada de ella. O eso quería creer. Tirada, recordó cómo la había aferrado la última vez. Sentía el peso sobre su cuerpo, como aplastada yacía en el sofá. Impresas en su memoria, las palabras que le dijo antes de entrar al fastuoso hotel, la ataban a la humillación, a la desesperación. La enervaba no haber dejado claras las cosas. Quizás él era así con todas, primero las envolvía en zalamerías, las llenaba de frenesí, pero nunca irían a faltar esas súplicas patéticas, esos besos carentes de amor. Con sólo la intención de invitarla a que cayera embelesada por sus lujos, se dio cuenta qué aparentaba. No era lo que buscaba, más allá de no mostrarse insatisfecha frente a un tipo serio como él. La molestia ofuscaba el recuerdo del placer. Porque no hubo más deleite que el carnal. Odiaba su lascivia. Pero no se quejaba. Cesó de sonar el teléfono y otra vez se dejó llevar por la televisión llena de morbo, filantropía y egoísmo, que consolaba a su corazón inquieto por la culpa. De vez en cuando su mirada se desviaba a través del balcón, podía divisar la vereda y a ella, que la esperaba como una efigie. En no-tardes como esas solía acordarse de su juventud, que tan olvidada la tenía, pese a ser casi una niña.
Salió temprano, un día ocupado con cosas que consumen tiempo para hacer. De desayuno, cautelosa fue a fotografiar el bostezo de la muñeca de enfrente. Luego continuó su rutina de crearlo todo, distraerse de todo. Primero la revista, buscó trabajo para la semana. Después voló por los lugares habituales, haciendo piruetas por acá y allá, pispeando a conocidos y no conocidos, envolviéndose en charlas que a la noche no recordaría. Lo único que permanecería en su cabecita serían los minutos que pasó frente al escaparate, como otras veces cuando volvía a su refugio. Instantes de sosiego y admiración, abstraída completamente del mundo. Vestida de colores y bordados con pedrería, aquella era dueña de un cuerpo esbelto. La imaginaba suave, mientras pasaba los dedos entre su cabello. Parecía gozar de su desplante como una ninfa, sonrosada venustez que poseía. Y cuando contempló con timo sus ojos reflejados en el cristal, la mujer volada le susurró “qué bella eres”, suscitando su escepticismo, elevada su duda al aire. Hesitaba entre creer o no creer, que ella era (curiosamente) la que debutaba en el arte del amor. Lo triste sobrevino cuando él se intercaló, arruinando el nimbo. Ella lo vio esperándola en el umbral y de inmediato receló. Hola, amor, ¿Qué hacés acá…? Nada, vine a verte, ¿Te gusta la ropa de ese local, no? Ya sé, voy a comprarte algo. Ella se opuso con las fuerzas que le quedaban. No iba a permitir que la viese. Debía salvaguardarla como sea. ¿No querés pasar a tomar algo? Perdoname que no te llamé, estuve muy ocupada estos días, pero sería mejor subir si querés, estoy cansada en verdad. Jugaron el juego que siempre se presta fácil, terminaron desvanecidos con el deliquio. Ambos pensaron que no existía mejor relación que dos cuerpos comprendiéndose a la perfección. Por un momento se sintió miserable, compartiendo su cama con alguien, pero no se quejaba. Modesta le dio la espalda, segura de que se iría temprano y arrullada dulcemente por la ninfa, se durmió inmóvil.
Redolaba en la cama, contorneando la silente silueta en el sueño, la figura sin cabeza, tratando de alcanzar… y a la mañana con su cámara daba vueltas por el rosedal. Enfocaba lo que le apetecía, tenía paisajes en su mirilla, tenía ellas y ellos que antaño eran hermosos, ahora parecían moverse tordos, enormes, idiotas. Pero tenía margaritas en su cabello, a punto de ser deshojadas, me quiere no me quiere. El mediodía transido de café, angurrias diarias que intensifican al cénit de la pereza. A la tarde cayó por la redacción, dejó las fotos para revelar. Más tarde se brindó un poquito de contentura nocturna, amigos y amigas, risas y humo. Pero no se quejaba, porque al final regresó con su sombra, redimida de su exhaustiva tarea, consagrada al lecho y en su futuro soñar, a ella. La despidió desde el balcón con un saludo de buenas noches, antes de volver a caer en el cobijo de la oscuridad.
Sonó el timbre. Desorientada se levantó camino a responder y como gato se desperezó, rayada de luz colándose por la persiana. Era él. Lo invitó a subir, no podía rechazarlo sin excusas. Mirando la hora, se sintió abatida, era casi mediodía. Acomodó un poco el lugar, se vistió rápidamente bajo la mirada del otro, mientras oteaba por la ventana. Cualquier cosa le sentaba bien, casi sin mirarse al espejo se maquilló y sin embargo estaba preciosa. Él la llevó a almorzar a su restaurant preferido. Alabó la calidad de las carnes y la educación del servicio, mientras ella apática, hastiada, apenas tocaba su ensalada. Él empezó a mostrar preocupación (fingida). Últimamente te veo cansada, ¿Estás comiendo bien? ¿Seguís yendo al gimnasio? Respuestas pobres, poco armadas, estaba realmente trastornada. Sí... no sé, no pasa nada, quizás será que me están dando más trabajo en la revista. El interrogatorio se sucedió con una discusión fuera del alcance público. Él no podía seguir permitiendo esta indiferencia. Mirá, voy a ser directo: creo que no soy el único en tu vida, decime si me equivoco, porque espero estar malinterpretando la situación. Ella seguía desconcertada, le hizo promesas que se juró a sí misma cumplir. Él se repitió varias veces. ¿Vos tenés idea con quién estás hablando, no? Pero ella no se quejó. Luego lentamente pasearon por el botánico, ella entrelazó su mano con la suya, caricia sumisa. Sintió repugnancia de sí misma. Reposaron en el jardín francés, el mínimo roce de sus cuerpos la volvía loca, quería huir. Más tarde el improvisado rendez-vous concluía en su esquina. La dejó partir desde el vehículo con un beso de despedida. Melifluo para él, superfluo para ella.
Apenas pisó el suelo, corriendo fue a verla, pero no dejó que la demorara más de lo necesario. Caminó hasta el negocio a buscar sus fotografías. Esperó, contenida por el ambiente familiar. Le devolvió la gentil sonrisa al empleado, recuperando el calorcito, la serenidad perdida. La tarde soleada se interrumpió apenas, con el llamado de una amiga, ocurrente invitación a tomar algo. Con la luna a su espalda finalmente aterrizó en el hogar. Dejó las cosas desparramadas por la mesa, y al vuelo agarró el sobre con los revelados, que llevó en un dos por tres hasta la cama. El silencio y la luz del velador, ella recostada sobre su panza, pasando velozmente las imágenes hasta encontrarla. La arremetió a primera vista. La sujetó con violencia, hasta entender qué ocurría. La vidriera, y del otro lado la ondina. Y en primer plano, se superponía tenue una mujer, con la cabeza escondida detrás de la cámara. Era una extraña composición.

Esta vuelta, en frente no había reja. La luz del escaparate prendida y el negocio vacío. Cruzó la calle y despacio se acercó. Su respiración se marcó sutil, y los ojos nebulosos contemplaban absortos. Era una verdadera fantasía. Su cuerpo sonriente, arrobado de tirada desnudez oculta. Alzada en la punta de sus pies, intentaba evadirse del reflejo y en un ínfimo balanceo perdió el equilibrio. Se reventó su pecho contra el vidrio, contuvo apenas el aliento. Extendió los brazos hasta ella, creyó dominarla en un cálido abrazo de bienvenida. Duró, duró el feliz ensueño, sin embargo se sintió vejada, iludida su ilusión. Se observó unos segundos, radiante e iluminada en el cristal. Luego manos frías la tomaron desde el cuello, golpeándola contra el suelo del local. Lloró vestida de colores y bordados con pedrería, terminó sofocada su cabeza, desarraigada y perdida.

Pollerapantalón

Me levanté a trompicones pateando el dolor de cabeza, como pude me llevé hasta el baño y me paré en frente del inodoro desbebiendo toda la noche anterior. Cerré mi cremallera, ¿Por qué el pantalón se sentía tan ajustado?  Rápidamente me lo quité para dejar respirar mi piel ahogada.
Volví con desconcierto a la cama para calmar la puntada que sentía en mi sien, me arrojé sin pensarlo al colchón y noté a mi lado algo de lo que no me había percatado antes, un cuerpo dormido bajo las sábanas. Cómo era posible que no recordara a aquella persona? Quizás eso explicaba el ceñido jean. Decidí despertarla y comencé a acariciar su pierna que parecía exageradamente tonificada, continué subiendo mi mano hasta encontrar su sexo. Mi grito resonó tan fuerte que reavivó al muchacho de un salto.
-¿Quién sos? ¿Qué haces acá?
-¿Vos quién sos y dónde está Andrea?- Hasta ese momento no se me había ocurrido pensar  en mi procedencia, lo único que podía recordar era aquel nombre: Andrea. Estaba en todos lados, en cada parte de mí como gritándome algo que no podía comprender pero que sonaba familiar, algo intrínseco.
El dolor de cabeza aumentaba mientras trataba de pensar en ese nombre, en mí, en el hombre de la cama. Tenía muchas preguntas, muchas dudas y pocas certezas. Mire a mi alrededor, a la habitación de paredes anaranjadas, había una mesita llena de pinturitas, aritos y más chirimbolos femeninos. Había fotos. De repente, las caras que allí aparecían cobraron sentido, los conocía era indudable, surgían nombres y títulos. ¿Qué hacían ahí?
De repente, el sonido de la puerta cerrándose bruscamente me sacó de mis pensamientos, ni siquiera se había despedido. Me dirigí hacia la sala, en el momento en el que el contestador de mi celular se prendía diciéndome “Hola Andi, soy yo, Pablo, pasó algo raro ¿Por qué cuando me desperté no estabas? Y ¿Por qué había un hombre a mi lado preguntándome quién era? Yo, yo…yo no sé qué pasó, necesito verte.”
Y si algo podía confundirme más era ese mensaje, cerré los ojos procurando calmarme unos instantes, pero no funcionó, seguía sin tener una identidad, seguía sin reconocerme. Decidí recorrer la casa, continuar buscando aquellas pequeñas cosas que me resultaban conocidas.
Me encontré con un gran closet, cuando lo abrí vi exactamente lo que esperaba: estaba repleto de ropa femenina y diminuta para mi figura,  pertenecía a una mujer pequeña, pero ¿Quién era ella? Todo resultaba extraño.  Seguí recorriendo, me dirigí al baño, la tabla del inodoro baja. Como a mí me gustaba. ¿Como a mí me gustaba? ¿Desde cuándo? No lo sabía.
Decidí bañarme, así que abrí la ducha y entré bajo la lluvia. Tomé el jabón y comencé a pasarlo por mi cuerpo, experimentando con éste  cada milímetro, cada capullo que formaba mi piel. Continué deslizando las burbujas por debajo de mis caderas, era una sensación relajante que permitía aclarar mis pensamientos. Me encontré con aquello que parecía sobrar, que reconocía como nuevo, o más bien que me parecía tan ajeno, la única parte de mí que parecía estar fuera de lugar. De dónde provenía esa sensación, era igual a las otras tantas cosas, desconocido para mí.
Entré en pánico y quise salir rápidamente de la ducha, lo cual fue una mala idea ya que me tropecé y me dí directamente la frente contra el espejo del baño. El líquido rojo espeso comenzó a correr bajando por mi cara, abrí sin muchas vueltas el pequeño armario sobre el lavamanos del cual cayeron pastillas, medicamentos, apósitos y lo más extraño de todo un pote de cera. Ya  no interesaba la herida en  mi frente, hui de aquel infierno y sin poder esperar más me eché a llorar en el frío piso de mármol.
Esto no podía estar ocurriendo. No podía ocurrir.
Abrí cajas, armarios, estantes y la que debía ser mi mesita de luz,  lo que encontré fue un pequeño cuaderno de tapa dura sobre esta. Lo abrí y en la primera hoja decía “Andrea O.”, de nuevo ella, invadiendo todo. Que se fuera, eso quería, que se fuera y me dejara vivir en paz, que las cosas resultaran normales, recordar todo, encontrarle sentido a ese lugar y a mi.
Andrea.
Despacio, fije mi mirada en el vidrio de la ventana, primera vez que miraba hacia afuera. Vi mi reflejo en el vidrio, de pronto, todo pareció más claro. Me vi en las fotos, en la ropa, en los espejos, me vi sin dudar un segundo quién era.

Andrea.    

martes, 9 de julio de 2013

Con una imagen puedo decir mil cosas

                     

   Los primeros días de mayo de aquel 1989 trajeron, junto con el adiós de esas nevadas habituales, las inevitables sonrisas de los habitantes del pueblo. Como era de costumbre, él se encontraba en ese cuartito tan acogedor, un poco frío y oscuro, al que llamaba hogar, y ésta vez sumergido en su más reciente trabajo. Más allá de su indiferencia con respecto a la pintura, se veía obligado a practicarla. Su padre, ese hombre tan reconocido por su destacado talento, reflejado en sus cuadros expuestos actualmente en diversos museos, había impuesto a sus tres hijos la obligación de desempeñar su misma labor. Evidentemente, su orden fue cumplida. Sus dos hijos mayores obtuvieron un abrumador éxito, gracias a lo logrado con sus tantos pinceles y lienzos, mientras que el menor no dejó salir de aquellas cuatro paredes todas las obras que había elaborado a lo largo de su vida.
 Ésta última obra tenía como tema principal el retrato de un simple bailarín, para el cual usaría una paleta cromática de colores fríos, predominando el blanco y el negro. Toda su vida había aspirado a ser algo diferente, y uno de sus mayores sueños era bailar. Obviamente, debido a la decisión que su padre había tomado por él, este deseo había sido reprimido.
 Hacía varios años, había pintado el frente del teatro La Fenice, con las ventanillas de la boletería bajas y aparentemente abandonado. En las últimas pinceladas, comenzó a llegar gente y se fue amontonando en las puertas. En la gran marquesina de la entrada se visualizaba su nombre, el nombre del pintor.
Al ver a éste nuevo bailarín ya finalizado, dejó caer de sus manos su paleta de colores y su cuerpo se paralizó. Aquel cuerpo escultural, con sus brazos extendidos hacia los costados y los pies en punta, comenzó a dar numerosos giros, tan perfectos que asustaban, y cada vez que su rostro se dirigía a su único espectador, el pintor veía, feliz, el suyo. Recordó también aquel teatro, con las ventanillas de la boletería bajas y aparentemente abandonado, y en la gran marquesina de la entrada se visualizaba su nombre, el nombre del pintor. Se levantó exaltado de su banquito verde, miró a su alrededor y todos esos retratos, ya secos y con años de antigüedad, lo miraban; escuchaba voces y ni una sola palabra. Se abalanzó hacia ellos para destrozarlos y lanzarlos hacia las paredes. Agitado y con la respiración entrecortada, sus ojos penetraron en los del bailarín, único cuadro sobreviviente de esa locura. Ya en este estado, nada le importaba, por lo que comenzó a gritarle y hablarle a esa figura, todavía en movimiento. Por sorpresa suya, escuchó y observó, incrédulo, cómo éste articulaba las mismas palabras que él decía, y al mismo tiempo.
 Pasaron los días y sus familiares lo notaron extremadamente ausente, ya no aparecía por sus casas a verlos, ni salía a comprar por los almacenes del barrio como lo hacía cotidianamente. Por este motivo, su padre decidió ir a visitarlo. Cuando lo hizo, lo encontró sentado en el centro de su habitación, rodeado de los restos de todas sus obras, y enfrentado a la del bailarín, completamente ilesa. Se encontraba en un estado deplorable, hacía días que no se bañaba, se notaba en su rostro la falta de alimentación, y en sus ojos se reflejaba una mirada oscura y vacía. No respondía a las preguntas que le formulaban, solo miraba fijo, callado y seguro aquel par de ojos suyos.
 Su padre decidió trasladarlo hacia el hospital más cercano, donde fue internado y medicado hasta 1996. Esos 7 años pasaron tan lento que se le hicieron siglos, necesitaba estar en su lugar y no allí, ése no era su hogar. Cuando le dieron el alta, se enteró del incendio de La Fenice, producido por dos comerciantes unos días antes. Lo primero que hizo fue ir a ver semejante catástrofe, y se llevo una gran desilusión. Ese teatro, representaba para él una parte de su sueño, ahora desplomándose de a poco, y por partes. Es por ésto que volvió a su pequeño hogar, y pintó nuevamente y durante horas ese teatro ahora desecho. En las últimas pinceladas, observó una figura que salía por aquella puerta del teatro, con un rostro vacío pero que expresaba superioridad, luego de cometer aquel asesinato, el asesinato de un sueño reprimido.
 Con su pincel cargado de pintura, esbozó pequeños bocetos en el centro de aquel cuadro aun fresco, borrando esa imagen de su padre tan dolorosa.
 Como manda el destino, el 12 de febrero de 1996, falleció el padre del pintor.
 Esa misma noche, la felicidad no deseada irrumpió en el pintor, ahora él podía llevar a cabo su sueño sin más. Era tarde ya para darle un nuevo rumbo a las cosas. Uno podría pensar que ahora que su padre ya no estaba, ese lugar vacío en el mundo, podría ser ocupado por otro ser, un ser lleno de vida, tal vez un saxofonista, un periodista, una ama de casa, un bailarín. Tomó su retrato y lo observó por última vez con unos ojos cálidos, las manos temblorosas, y una respiración que, con cada expiración, decía adiós a ese sueño, a ese bailarín. Lo presionó sobre su rodilla con todas sus fuerzas, con las pocas que le quedaban, hasta partirlo en dos. De ambos trozos, comenzó a caer tinta roja, tinta espesa, que no era más que su propia sangre. Y ahí estaba: parado en el centro de ese cuartito tan acogedor, un poco frío y oscuro, al que llamaba hogar, ya sin un sueño, sin la posibilidad de cumplirlo. Afuera, el mundo era mejor. Afuera, no había ningún ser humano que impidiera que satisficiera sus máximos deseos. Afuera, no había ni pintura roja, ni pintores fracasados, ni frío .Esa misma noche, la felicidad no deseada irrumpió en el pintor, ahora él podía llevar a cabo su propio fin. En una esquina del cuadro, ahora dividido en dos, se leía claramente una frase escrita con letra cursiva y en color negro: “Con una imagen puedo decir mil cosas”.